Su nombre es el título de una novela de Herman Hesse, pero no es el lobo estepario. En este momento me cuesta pensar mucho que es lo que realmente me produce su partida, es decir, me alegra que se vaya por que es una gran oportunidad para él.
Pero me deja más sola que la una. Lo conocí hace muchos años, en los primeros semestres de la carrera, el me defendió de un comentario mal intensionado, yo lo invite a comer. Juntos pasamos largas tardes de muchos viernes, durante varios años, tirados en la fuente de aquella plaza tan conocida para nosotros. Pasamos tardes soleadas, lluviosas, de otoño, de primavera, de verano e invierno, con viento, felices y también cuando no lo fuimos tanto. Como toda relación, tuvo sus pruebas a superar, unas más dificiles que otras, pero de todas salimos estoicos.
Las cervezas, el vino y el vodka siempre fueron nuestros fieles compañeros, pero curiosamente las cosas que menos nos gustaron decirnos las dijimos sobrios y no me refiero a pelearnos, sino a aquellas verdades que el otro debía conocer muy a pesar de él y por sobre todo muy a pesar nuestro.
No conozco a nadie que no sea de mi familia que siempre haya mantenido una fe inquebrantable en mi, como la que él me tiene. La cual no es fácil tomando en cuenta la cantidad de cosas que me sabe.
Él, siempre tan orgullo y cinico, permitió o quizá la situación lo obligó a abrirse y ser más claro en las últimas semanas. Dijo cosas que jamas creí que le escucharia decir, al grado que algunas escenas parecian sacadas de los cliches de las comedias gringas y me hacian imaginar corriendo por el aeropuerto para decirle que no se fuera.
Éste es unos de mis caballos del apocalipsis, que marcan a galope el fin de una era, aunque espero encontrarlo de nuevo, ambos renovados y con muchas más cosas de que hablar, para volver a pasar largas noches en vela declamando poemas y bebiendo sin parar
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